jueves, 24 de abril de 2014

Don Juan de Abril


Esa calle Mayor cada vez más vetusta y ajada, era el recorrido que acompasaba desde hacia tanto tiempo que nadie recordaba si aquellos visillos tras los que la mirada y el deseo se escondían siempre fueron amarillos o es el sol, quien a fuerza de brillos los había teñido de tiempo y arruga.

La mayoría de las veces, los murmullos se incrementaban a su paso, las miradas se clavaban en su faz y en su ropa, las gentes imaginaban y esforzaban pensamientos sin que ninguna de las opiniones comprendiera aquello que abril tiene de conjuro, muchas veces porque los tiempos se acaban convirtiendo en muros tan estancos, que lo que siempre fue invierno ya nadie recuerda que tuvo una primavera, tal vez porque en realidad nunca fue invierno y porque el viento ebrio de ensueños hizo que se olvidara que la lluvia y las flores adornaron un día lo que siempre se pensó que era tumba y luz tenue.

Cada día la calle era un transcurrir imposible, cada día la calle era una página nueva, de una historia que a fuerza de tacto longevo acababa teniendo un final. Cada día un argumento nuevo cada mes, y miles de melancolías indescifrables llenas de eternidad. Los aconteceres se suceden cuando hay deseo y se quiere el deseo, pero en realidad ¿Qué es el deseo? No sé si una historia nueva o tal vez una flor marchita de la que uno intenta recordar aquel nimio momento de fragancia y capturar aquel rayo despistado de un sol que en Abril es una veladura intima pero no cegadora.

A fuerza que las historias cambien por capricho y desinterés se pierde la importancia que la caída de una mirada tiene en un latido. Una barba blanca que no es pintada, una mejilla que fue rosada y que tuvo en abril esa humedad de tierra mojada y ese respirar de alma solitaria, porque Abril es una caja de madera de sabina con aroma de vida, con captura de bosque, con alma de eternidad.

La calle sigue mirando, las ventanas siguen soñando y el caminar por los adoquines grises de piedra de Calatorao, con zapatos de suela desgastada se torna cansado, abril es implacable con las historias y sin embargo parece dejar caricias en cada gota de lluvia en cada viento de medido día, pero la calle Mayor es umbría y el paso ya no se acelera. Abril fue un lejos que ahora no puede recordarse porque en realidad todos miran el invierno. Todos hablan pero nadie ha visto esos ojos mirando al desafío de una piel, ni siquiera el desafío de un alma. Solo resta un caminar como cada día, con esos visillos que resisten como él resiste las miradas los murmullos y las desgarradoras historias que cada uno sufre en propias carnes pero no reconoce e intenta trasladarlas al paso de esos zapatos con su suela esmerada, con aquellos adoquines ahora secos por el viento de abril.

Y nadie sabe ni sabrá, que hubo unos muros de rosas rojas que escalar, que una mejilla sonrosada recibió todos los rayos de un sol de Abril, entre palabras y caricias, entre acordes de una primavera que ni el olvido de la calle mayor consiguió hacer invierno en ese cuarto del alma donde millones de pétalos al viento tornan el gris en luz. Hubo un abril de visillos blancos y miradas limpias, un caminar de elegancia y pies desnudos un sentir que sumado a otros balbuceaban una sonrisa tornada en espejo de unas mejillas sonrosadas, dulces ebrias de ensoñaciones dispersas y de islas de lágrimas de felicidad.

Lo que hoy es caminar de tedio un día fue pulsión de clavel rojo, una emoción violeta y un festín donde los espectros eran mariposas que anunciaban un olor a verano que se presumía en los horizontes de una dermis excitada.

Una calle un libro y una mirada, un caminar un tedio y una mejilla y al final abril, con viento, con la elegancia de una lluvia convertida en canción de amor, con el paso evocando esos firmes deseos, esa caricia donde la amargura aún no está escrita. La calle llega a su fin los murmullos se incrementan, las miradas se distraen y el viento recuerda que la humedad aun es la atmosfera presente. El caminante descansa, ahora la calle se ilumina porque los murmullos y las miradas son amarguras ajenas, los visillos son barrotes que aprisionan las miradas vacías y porque los grises adoquines no impiden vislumbrar que un clavel proyecta su sombra en un mejilla que  tras un muro de rosas rojas fue abril y no, noviembre.

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