viernes, 23 de septiembre de 2011

MELANCOLÍA



CAFÉ DE MELANCOLÍA

Debo confesar que tenía mucho miedo, mi apego a las piezas delicadas de cristal que rodean mi vida, me hacían frágil frente a la aventura que ante mi se abría, incluso cuando aquella legión de formularios estaba en mi mano perfectamente organizada, sentí ese mareo, que solo la duda siembra en la mente como un campo fértil recibiendo las malas hierbas.

Hablé con la dama en la place de les Vosges, resultado de aquel turbulento proyecto de hacer de la ciudad, portento del imperio, por eso la dama, vestía pamela y a la vez cuero, porque la incisión en el tejido urbano, estuvo llena del traumatismos, como solo  son capaces los hombres poderosos que tienen la necesidad de plantar toda la vida de sus semejantes de columnas hercúleas donde nada más puede crecer; aunque están equivocados, porque las estrellas del sentir no crecen ni decrecen, pero si iluminan.

Esta mañana me he levantado melancólico, pero eso no es malo, llueve en París, la ciudad huele distinta, pero distinta a todo, para mí es un aroma nuevo, es como si la humedad lejos de identificarse con lo estanco, impregnara toda una atmósfera de sensaciones que no mojan. Un frescor que me deja  impávido ante el día por batallar,
me viene a la mente León Felipe “sensibles a todo viento y bajo todos los cielos,” el café y su aroma, otorgan al momento más placidez, la lluvia no repica en el cristal, es suave, como las notas del arpa casi pequeñas perlas invisibles, haciendo de la melodía de la mañana un inesperado encuentro con la paz del alma.

No he abierto siquiera la ventana y he percibido el aroma de la ciudad mojada, la civitas parisorium, aquí el otoño llama con fuerza. A noches de calor de hogar y pensamientos de recuerdo, se suceden mañanas frías, pero distintas, envolventes como un bálsamo que cauteriza cualquier hiriente nostalgia; en la calle el devenir de las almas, todavía mis ojos con la curiosidad de saber procedencias, vidas -porque la diferencia me atrae- me resulta nutritivo pensar como viven, como llegaron, si son de aquí, si son vecinos o trabajan en esta parte de la ciudad, me siento invisible como si no pudieran verme, como si no pudieran aspirar el aroma que la ciudad mojada nos deja a todos. ¡Que bien huele París cuando llueve!.

Es posible que sea la rutina, la que mata las historias de amor entre un estudiante y una ciudad, yo me siento como parte del libro que en cada uno de mis pasos se está escribiendo, en esas páginas donde se describe, como miro los balcones y las pocas gentes que se asoman, las fachadas, el repartidor de mensajería y también la mujer cincuentona, que todos los días pasea su elegancia por la calle de Croulebarbe esquina con Courvesart, cuando voy hacia el metro de plaza Italia, en ocasiones he coincidido con ella en el metro, me llama la atención siempre lo refinado de sus modales, sujeta su bolso con la elegancia propia de las damas descritas por Dumas, como sin gran profusión de anillos ni joyas, hace resaltar la elegancia de un colgante con forma de rosetón gótico, de finura extrema y un anillo en el que destaca una minúscula piedra verde, engarzada con delicadeza, se aprecia que es una joya querida con cierto buque familiar.

Hoy he bajado en Crimea, es una estación antes, pero quiero pasear, total falta una hora para que comience la clase, junto a la salida del metro Tidian y su puesto de periódicos y revistas, también tabaco y papeletas de la Loto, la lotería de Francaise des Jeux. Tidian es de padre parisino y madre argelina, adorador del fútbol y de Carla Bruni, siempre que le compro el periódico se deshace en elogios hacia Casillas, el primer día cuando detecto mi nacionalidad ya que  tiene como buen quiosquero la rara habilidad de saber vida y milagros de toda aquel que se acerque a su puesto, consideró que ser paisano de Casillas, me hacia acreedor de la gratuidad del periódico, aunque insistí en pagarle los dos euros, se negó, momento en el que por mi mente paso el intentar explicarle que del fútbol el único equipo que me interesa milita en segunda B, pero deduje que podía ser tan agotador como el día que tuve que explicarle a mis curiosos compañeros de clase franceses la diferencia insalvable entre Cante Jondo y Jota. Hoy he cogido Le Monde, así me entretengo durante el almuerzo. Cuando llego a clase, todavía los pasillos rebosan, me intriga el pensamiento sobre que habrá hoy de almuerzo en el comedor, lo cierto que me cuesta acostumbrarme a estos horarios, creo que todavía no consigo sacar los rendimientos necesarios al día, decido que me abonaré a la sorpresa cuando lleguen las doce.

Continúa nublado, me doy cuenta que en la página del libro que se escribe a cada instante sobre el amor de un estudiante y una ciudad, ya no se vislumbra el miedo, sé que la dama también está por aquí, puede hoy sentarse a mi lado dentro del aula, me asalta la curiosidad ¿Su aroma será el mismo, que respiraba tras los cristales, mientras preparaba un café de melancolía?

sábado, 10 de septiembre de 2011

LEYENDA



HABÍA UNA CIUDAD ENCANTADA EN JORDANIA

    
 Cuando llegué a la pagina mil doscientos, de aquel extraño libro que había descubierto en el fondo de un baúl, en el recóndito rincón del desván de una casa de de un no menos recóndito pueblo de Teruel. Descubrí que la página en su parte superior, tenía un bonito grabado, era como un paisaje oriental, pero que mezclaba arquitecturas que me resultaban cercanas. El libro contenía viajes e historias, de oriente y occidente, pero al llegar a esa página me llamo la atención el relato de una poeta y una ciudad.

  “Cuando el cielo comenzaba a tornarse fuego entre malvas y añiles, la ciudad se ilumino, tan de repente que era como si miles de antorchas prendieran, tierra y cielo. El viajero que apostado en la colina contemplaba ese crisol de colores, sintió muchas emociones, tantas que sus lágrimas eran pequeños diamantes de color turquesa. Poco importa su nombre, era joven aunque su alma vagaba en eternidades complejas, su tez morena, sus cabellos pulidos en negro por los vientos del desierto, su mirada limpia, esa mirada que solo pertenece a los que como él, hacen de palabras, encantamientos para sostener un Universo baldío de buenos sentimientos.

   La ciudad se le mostraba con el esplendor de la noche y el fuego, su búsqueda había terminado, o tal vez comenzaba otra andanza entre estrellas, entre fuegos fatuos, entre sonrisas y deseos, otro camino de séntires porque el poeta es un sentir en si mismo. Con la quietud de las miles de palabras acumuladas en su alma, de miles de gritos ante los desdenes de los hombres, con la claridad de saber que el camino recorrido era mayor de lo que el destino asigna a los hombres, puso rumbo a las puertas de la ciudad, la luz y el destello de la ciudad le envolvía a cada paso, lejos de turbarse, sentía como tantos y tantos anhelos se iban haciendo realidad entre los fugaces impactos de una luz envolvente.

  Antes de cruzar el umbral de la ciudad, de repente el poeta, recordó su visita a un castillo en mitad del desierto habían pasado muchos años, su mirada impactó con el cielo, que en constante cambió, absorbía los colores que la luz de la ciudad irradiaba sobre él. Aquel castillo al que había llegado sediento, con su pequeño zurrón de piel de camello llena de pequeños pergaminos, y donde habitaba un joven rey, de rubios cabellos apenas se mantenía en pie, pero presentaba un pasado grandioso. El poeta se sorprendió de la belleza y elegancia del rey, de lo suntuoso del pequeño castillo, conducido a una gran sala, se quedó maravillado con las  pinturas que recubrían las paredes, vivos colores, que se vislumbraban en la tenue luz de escasas antorchas. Cuando joven rey lo sentó en su mesa, al poeta le llamo la atención la belleza del joven, sus ondas rubias, y también sus ojos de tristeza, su melancolía a flor de piel. El rey esbozando un leve sollozo le explico que su reino había sido un vergel en medio del desierto, el mítico reino de Qusair Amra; durante siglos la tierra fue generosa con todos los habitantes del reino, había comida para todos, la felicidad estaba en el umbral de cada puerta, en cada gesto y en cada sonrisa, era la ciudad de los músicos, de los cantantes, de los poetas, la ciudad de los malabaristas, cada rincón era una fiesta.

   La ciudad tenía llanos y altos, barrios amplios y lugares de ensueño, fuentes, jardines, escuelas y comercio, el rey torno una mirada triste en ese momento, explico al joven poeta, que al principio el rico comercio, hacia que en la ciudad todo fuera vida y conocimiento, que no faltara ningún enser necesario para la vida diaria de los habitantes de la ciudad, pero con los años, el comercio se tornaba avaro, cada día exigía más incluso lo hacía en nombre de la ley y la justicia, las laboriosas manufacturas de la ciudad, eran ninguneadas por el comercio, los trabajadores explotados, cada vez más leyes injustas, tornaron la pátina de la ciudad en andrajos, los hombres y mujeres de Quasir Amra, asistían impotentes viendo como, lo que era el rico vestido de su ciudad se tornaba en harapos, mientras el comercio se hacia más y mas rico y a la par asfixiaba más y más a las gentes que en otro tiempo habían vivido en idílico bienestar con su ciudad con sus vecinos con sus manufactureros.

  El bello rey explicó por último, como él mismo era un fabricante de muebles, y que había tenido que hacerse cargo del reinado de la ciudad, para así poder mantener a los escasos habitantes que aún quedaban todavía ahogados por los tributos que con el paso de los años el comerció seguía exigiendo, y por esa razón nada quedaba ya de la ciudad, solo el castillo y algunas casas ruinosas donde malvivían algunos artesanos”

  El poeta permanecía absorto y solo ante la puerta de la gran ciudad del fuego y la luz, una lágrima recorrió su mejilla, sintió como había recibido toda aquella desgracia contada en primera persona por aquel rey carpintero, como él poeta le había explicado que su camino era encontrar la ciudad mítica de la luz de los poetas, que ni siquiera aquel bello rey había oído nombrar, era la ciudad donde el poeta, guardaba en una gran templo de mármol blanco toda su poesía, donde cada mañana claveles blancos crecían en la puerta de cada casa, todo eran cantos y delirios de placer.

   Abrió su humilde zurrón de piel de camello, vio sus manuscritos, incluso esas pequeñas hojas donde había escrito un sueño o un leve instante donde la lluvia zumbaba en sus oídos. Recordó la mirada triste del Rey carpintero, como lamentaba la perdida de la belleza de sus ciudad y de sus gentes, miró de nuevo el espectáculo que ante sí presentaba la ciudad de los poetas, con una aroma envolvente a jazmines y rosas, en su palma extendida una lágrima como una perla de un rocío veraniego, el poeta levanto la palma y soplo para que la gota traspasará el umbral de la puerta, penetrando en la ciudad. Su lágrima entró perdiéndose en el bullicio y en la alegría, pero no el poeta, porque su tiempo de claveles blancos a la puerta de la casa, no había llegado, porque el poeta sintió que su palabra sería el susurro firme, frente a la avaricia, al engaño y a la falsedad, y que su sitio estaba en el desierto de los hombres y no en la ciudad de los poetas, sus negros cabellos pulidos por el sur, recibían el impacto de la luz de la ciudad, sus ojos miraron su destino sin miedo y en sus oídos comenzó a sonar como por arte de magia la danza final del sombrero de tres picos, mientras comenzaba sin atisbos de duda  el resto del camino de su vida por los soles y las lunas que iban a iluminarle.