sábado, 16 de marzo de 2013

Vértices de presente y futuro



Todavía recuerda el juego caprichoso de las sombras que incidían en aquellas piedras que pavimentaban la Rue de Chabrol, habíamos coincidido tantas veces en la puerta de aquella iglesia donde el neoclasicismo que rezumaba en paramentos y  respiración agotaba, por que el querer muchas veces no es poder. Nuestras miradas se cruzaban desde mi perspectiva como quien mira la entrada con intención de cruzar el umbral y desde la suya como aquel que de tanto ver rostros desfilando en la entrada y la salida ha caído en la rutina de quien ha fuerza de ver la noche no recuerda ya el día.

La Iglesia de San Vincent de Paul guarda la esencia con la que lo francés se coloca la plumas y el boato para gritar al mundo sus cinco republicas y sus doscientos años de revista, sin olvidar a Offenbach muy alemán pero otra de las virtudes interesadas francesas es precisamente esa: Hacer francés a todo el mundo, sea de Francia o natural de Murcia. La Iglesia de San Vicente de Paul y su neoclasicismo dieciochesco su acústica imperial y su mármol blanco en el panteón que todo político de baja estopa quisiera tener, es la escenificación de esa Iglesia institucional, jerárquica, de reposo y olla, de “coma yo caliente” ¿Y la gente ¿ ese nunca será su problema.

El concierto previsto en San Vincent de Paul era coral, una coral de Chartres, voces con experiencia y un repertorio del barroco franco-alemán cuyas expectativas se percibían entre el número -no modesto- de gentes de la música. Allí presentes estábamos todos, los que llegamos, los que estaban, los que no se quitan ni con agua caliente, los modestos, los engreídos y sobre todo en la puerta, seguía él.

Lejos estaba aquellos tiempos, probablemente su cabeza, sus pensamientos estaban en aquel salón, donde se hablaba de líneas, de párrafos, de las aportaciones de García Márquez a la literatura actual, de esas delicadas palabras con las que Borges alentaba al mundo a mirar cielos infinitos, eso tiempos en los que despertó admiración y envidia, en los que estar sentado a la derecha de de aquel pseudo-Julius Fucik le hacía pensar que pronto el mundo estaría a sus pies, que había merecido la pena pasar esas necesidades y haber dejado tantas almas en el camino.

Pronto Academias y cenáculos caerían rendidos al quien era capaz de hablar de Platón y Espronceda con la misma naturalidad que poner en su sitio a necios supra-valorados como Raval o Pnofsky. En suma lejana estaba esa aldea natal que en realidad era una ciudad de corte medio en la parte más oriental del país de los  ladrones, la infamia y la multiculturalidad que unos esgrimían como carta de avaricia y otros no comprendían y atacaban con inquina.

Sabido es que treinta años no son nada, así ha quedado desde el tango y eso debimos decir en el instante que volvieron a cruzarse nuestras miradas con fijación y quizás con más tiempo, ambos sabíamos que tras aquellos instantes todo volvería a su mundo real, que el amanecer traería de nuevo el estatus de cada uno, que aunque en esta historia yo no tenga edad, si la tenia y seguía siendo la misma, mientras la suya era indeterminada y ajada, el nuevo día sin embargo  nos devolvería a la escenografía habitual, la mía llena de ansiedades indeterminadas y la suya llena de palabras cada vez más escasas de contenido y carentes de poseer un hormigón capaz de construir  un futuro mediano. Una vez cruce el umbral de Saint Vincent de Paul, pensé en los jardines de Bagatelle, en mi calle Corvisant a la que tanto añoro y en Tchaicovsky y me di cuenta que de todo lo que más miedo me daba era que ese día hubiera sido para siempre y que aquella mirada fuera el futuro que te aguarda. Un futuro sin concreciones sin  proyectos y sin espíritu de lucha, un futuro de fachada débil y de egos inconsistentes. Cerré los ojos y la voces del concierto me llevaron a otro plano de paisajes y ensoñaciones, de rostros y conversaciones, de recuerdos que la plata del tiempo va cubriendo y esperé que el amanecer te devolviera aquel sentir, soñar y sobre todo CURRAR.

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