Todavía recuerda el juego
caprichoso de las sombras que incidían en aquellas piedras que pavimentaban la
Rue de Chabrol, habíamos coincidido tantas veces en la puerta de aquella
iglesia donde el neoclasicismo que rezumaba en paramentos y respiración agotaba, por que el querer muchas
veces no es poder. Nuestras miradas se cruzaban desde mi perspectiva como quien
mira la entrada con intención de cruzar el umbral y desde la suya como aquel
que de tanto ver rostros desfilando en la entrada y la salida ha caído en la
rutina de quien ha fuerza de ver la noche no recuerda ya el día.
La Iglesia de San Vincent de Paul
guarda la esencia con la que lo francés se coloca la plumas y el boato para
gritar al mundo sus cinco republicas y sus doscientos años de revista, sin
olvidar a Offenbach muy alemán pero otra de las virtudes interesadas francesas
es precisamente esa: Hacer francés a todo el mundo, sea de Francia o natural de
Murcia. La Iglesia de San Vicente de Paul y su neoclasicismo dieciochesco su acústica
imperial y su mármol blanco en el panteón que todo político de baja estopa
quisiera tener, es la escenificación de esa Iglesia institucional, jerárquica,
de reposo y olla, de “coma yo caliente” ¿Y la gente ¿ ese nunca será su
problema.
El concierto previsto en San Vincent
de Paul era coral, una coral de Chartres, voces con experiencia y un repertorio
del barroco franco-alemán cuyas expectativas se percibían entre el número -no
modesto- de gentes de la música. Allí presentes estábamos todos, los que
llegamos, los que estaban, los que no se quitan ni con agua caliente, los
modestos, los engreídos y sobre todo en la puerta, seguía él.
Lejos estaba aquellos tiempos,
probablemente su cabeza, sus pensamientos estaban en aquel salón, donde se
hablaba de líneas, de párrafos, de las aportaciones de García Márquez a la
literatura actual, de esas delicadas palabras con las que Borges alentaba al
mundo a mirar cielos infinitos, eso tiempos en los que despertó admiración y
envidia, en los que estar sentado a la derecha de de aquel pseudo-Julius Fucik
le hacía pensar que pronto el mundo estaría a sus pies, que había merecido la
pena pasar esas necesidades y haber dejado tantas almas en el camino.
Pronto Academias y cenáculos caerían
rendidos al quien era capaz de hablar de Platón y Espronceda con la misma
naturalidad que poner en su sitio a necios supra-valorados como Raval o
Pnofsky. En suma lejana estaba esa aldea natal que en realidad era una ciudad
de corte medio en la parte más oriental del país de los ladrones, la infamia y la multiculturalidad
que unos esgrimían como carta de avaricia y otros no comprendían y atacaban con
inquina.
Sabido es que treinta años no son
nada, así ha quedado desde el tango y eso debimos decir en el instante que volvieron a cruzarse nuestras
miradas con fijación y quizás con más tiempo, ambos sabíamos que tras aquellos
instantes todo volvería a su mundo real, que el amanecer traería de nuevo el
estatus de cada uno, que aunque en esta historia yo no tenga edad, si la tenia
y seguía siendo la misma, mientras la suya era indeterminada y ajada, el nuevo
día sin embargo nos devolvería a la
escenografía habitual, la mía llena de ansiedades indeterminadas y la suya
llena de palabras cada vez más escasas de contenido y carentes de poseer un
hormigón capaz de construir un futuro
mediano. Una vez cruce el umbral de Saint Vincent de Paul, pensé en los jardines
de Bagatelle, en mi calle Corvisant a la que tanto añoro y en Tchaicovsky y me
di cuenta que de todo lo que más miedo me daba era que ese día hubiera sido
para siempre y que aquella mirada fuera el futuro que te aguarda. Un futuro sin
concreciones sin proyectos y sin
espíritu de lucha, un futuro de fachada débil y de egos inconsistentes. Cerré
los ojos y la voces del concierto me llevaron a otro plano de paisajes y
ensoñaciones, de rostros y conversaciones, de recuerdos que la plata del tiempo
va cubriendo y esperé que el amanecer te devolviera aquel sentir, soñar y sobre
todo CURRAR.
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