sábado, 10 de septiembre de 2011

LEYENDA



HABÍA UNA CIUDAD ENCANTADA EN JORDANIA

    
 Cuando llegué a la pagina mil doscientos, de aquel extraño libro que había descubierto en el fondo de un baúl, en el recóndito rincón del desván de una casa de de un no menos recóndito pueblo de Teruel. Descubrí que la página en su parte superior, tenía un bonito grabado, era como un paisaje oriental, pero que mezclaba arquitecturas que me resultaban cercanas. El libro contenía viajes e historias, de oriente y occidente, pero al llegar a esa página me llamo la atención el relato de una poeta y una ciudad.

  “Cuando el cielo comenzaba a tornarse fuego entre malvas y añiles, la ciudad se ilumino, tan de repente que era como si miles de antorchas prendieran, tierra y cielo. El viajero que apostado en la colina contemplaba ese crisol de colores, sintió muchas emociones, tantas que sus lágrimas eran pequeños diamantes de color turquesa. Poco importa su nombre, era joven aunque su alma vagaba en eternidades complejas, su tez morena, sus cabellos pulidos en negro por los vientos del desierto, su mirada limpia, esa mirada que solo pertenece a los que como él, hacen de palabras, encantamientos para sostener un Universo baldío de buenos sentimientos.

   La ciudad se le mostraba con el esplendor de la noche y el fuego, su búsqueda había terminado, o tal vez comenzaba otra andanza entre estrellas, entre fuegos fatuos, entre sonrisas y deseos, otro camino de séntires porque el poeta es un sentir en si mismo. Con la quietud de las miles de palabras acumuladas en su alma, de miles de gritos ante los desdenes de los hombres, con la claridad de saber que el camino recorrido era mayor de lo que el destino asigna a los hombres, puso rumbo a las puertas de la ciudad, la luz y el destello de la ciudad le envolvía a cada paso, lejos de turbarse, sentía como tantos y tantos anhelos se iban haciendo realidad entre los fugaces impactos de una luz envolvente.

  Antes de cruzar el umbral de la ciudad, de repente el poeta, recordó su visita a un castillo en mitad del desierto habían pasado muchos años, su mirada impactó con el cielo, que en constante cambió, absorbía los colores que la luz de la ciudad irradiaba sobre él. Aquel castillo al que había llegado sediento, con su pequeño zurrón de piel de camello llena de pequeños pergaminos, y donde habitaba un joven rey, de rubios cabellos apenas se mantenía en pie, pero presentaba un pasado grandioso. El poeta se sorprendió de la belleza y elegancia del rey, de lo suntuoso del pequeño castillo, conducido a una gran sala, se quedó maravillado con las  pinturas que recubrían las paredes, vivos colores, que se vislumbraban en la tenue luz de escasas antorchas. Cuando joven rey lo sentó en su mesa, al poeta le llamo la atención la belleza del joven, sus ondas rubias, y también sus ojos de tristeza, su melancolía a flor de piel. El rey esbozando un leve sollozo le explico que su reino había sido un vergel en medio del desierto, el mítico reino de Qusair Amra; durante siglos la tierra fue generosa con todos los habitantes del reino, había comida para todos, la felicidad estaba en el umbral de cada puerta, en cada gesto y en cada sonrisa, era la ciudad de los músicos, de los cantantes, de los poetas, la ciudad de los malabaristas, cada rincón era una fiesta.

   La ciudad tenía llanos y altos, barrios amplios y lugares de ensueño, fuentes, jardines, escuelas y comercio, el rey torno una mirada triste en ese momento, explico al joven poeta, que al principio el rico comercio, hacia que en la ciudad todo fuera vida y conocimiento, que no faltara ningún enser necesario para la vida diaria de los habitantes de la ciudad, pero con los años, el comercio se tornaba avaro, cada día exigía más incluso lo hacía en nombre de la ley y la justicia, las laboriosas manufacturas de la ciudad, eran ninguneadas por el comercio, los trabajadores explotados, cada vez más leyes injustas, tornaron la pátina de la ciudad en andrajos, los hombres y mujeres de Quasir Amra, asistían impotentes viendo como, lo que era el rico vestido de su ciudad se tornaba en harapos, mientras el comercio se hacia más y mas rico y a la par asfixiaba más y más a las gentes que en otro tiempo habían vivido en idílico bienestar con su ciudad con sus vecinos con sus manufactureros.

  El bello rey explicó por último, como él mismo era un fabricante de muebles, y que había tenido que hacerse cargo del reinado de la ciudad, para así poder mantener a los escasos habitantes que aún quedaban todavía ahogados por los tributos que con el paso de los años el comerció seguía exigiendo, y por esa razón nada quedaba ya de la ciudad, solo el castillo y algunas casas ruinosas donde malvivían algunos artesanos”

  El poeta permanecía absorto y solo ante la puerta de la gran ciudad del fuego y la luz, una lágrima recorrió su mejilla, sintió como había recibido toda aquella desgracia contada en primera persona por aquel rey carpintero, como él poeta le había explicado que su camino era encontrar la ciudad mítica de la luz de los poetas, que ni siquiera aquel bello rey había oído nombrar, era la ciudad donde el poeta, guardaba en una gran templo de mármol blanco toda su poesía, donde cada mañana claveles blancos crecían en la puerta de cada casa, todo eran cantos y delirios de placer.

   Abrió su humilde zurrón de piel de camello, vio sus manuscritos, incluso esas pequeñas hojas donde había escrito un sueño o un leve instante donde la lluvia zumbaba en sus oídos. Recordó la mirada triste del Rey carpintero, como lamentaba la perdida de la belleza de sus ciudad y de sus gentes, miró de nuevo el espectáculo que ante sí presentaba la ciudad de los poetas, con una aroma envolvente a jazmines y rosas, en su palma extendida una lágrima como una perla de un rocío veraniego, el poeta levanto la palma y soplo para que la gota traspasará el umbral de la puerta, penetrando en la ciudad. Su lágrima entró perdiéndose en el bullicio y en la alegría, pero no el poeta, porque su tiempo de claveles blancos a la puerta de la casa, no había llegado, porque el poeta sintió que su palabra sería el susurro firme, frente a la avaricia, al engaño y a la falsedad, y que su sitio estaba en el desierto de los hombres y no en la ciudad de los poetas, sus negros cabellos pulidos por el sur, recibían el impacto de la luz de la ciudad, sus ojos miraron su destino sin miedo y en sus oídos comenzó a sonar como por arte de magia la danza final del sombrero de tres picos, mientras comenzaba sin atisbos de duda  el resto del camino de su vida por los soles y las lunas que iban a iluminarle.


2 comentarios:

  1. Que bella historia, he quedado prendado de aquella frase: "los poetas son un sentir en si mismo".
    Muchas veces al escribir sentí que se me abrían dos caminos, y creo que a los tropezones decidí lo mismo que el poeta de tu cuento, ir al desierto de los hombres.

    Excelente entrada, me emociono muchísimo.
    Abrazos desde Argentina.

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  2. Fantástico cuento; que emocionante, tierna y también dura metáfora. La decisión del poeta entre vivir de la pseudo-bohemia en la ciudad de los poetas o marcharse a recorrer la aridez de almas que puebla el desierto. Y a veces, uno se sacrifica en pro del destino. Luego está el momento en el que el poeta regala una lágrima, ¡cuántas veces es así! Las lágrimas de los poetas no se derraman, se condensan a menudo en poesías de sal, de cal viva, en cuadros de Kandinsky o en estampas de Mussorsky.
    Por último, alabo la sensualidad del Rey Carpintero, tan sencilla, tan precisa, tan humana. Podrías dedicar algún otro relato a esa ciudad apocalíptica y a cómo un bello hacedor de muebles de cabello rubio tuvo que convertirse en alcaide de esa cárcel de futuro.

    Un fuerte abrazo y gracias por crear este ambiente tan íntimo y atávico que me ha envuelto y multiplicado.

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